DESCUBRIMIENTO DE LA VIDA
Quién vuela, quién va y quién vuelve, no se sabe. Mírame, muy
entera todavía. A mis años sigo aquí. Unos me creen cuarentona, otros
cincuentona y para otros supero los sesenta años, pero lo más importante de
todo, no tengo miedo de contar aquella historia vivida por experiencia propia,
como sí lo tendría si fuera joven, o como lo sintieron aquellas a quienes
chamuscaron en Salem. Sobra advertir algo evidente. En nuestra historia, las
palabras han sido la existencia de las cosas. Solo existe algo si se puede nombrar.
Quienes ven la realidad demasiado pesada o no la pueden comprender, acaban por
denominar fantasía o mito a todo cuanto supera sus conocimientos comprobables.
Para ese tiempo, en Tierra Libre, las cosas no eran como
hoy. No había radio y mucho menos televisión. El cine existía pero nosotros no
sabíamos. En cambio, los periódicos los vendían en el pueblo, pero como si no
existieran. La mayoría no sabíamos leer. Aprendí solo a deletrear. Asistí a la
escuela durante un año. Debía caminar una hora en las mañanas para llegar hasta
la casa de bahareque, donde siempre faltaba en qué sentarse, además de las
tizas. Yo era la comisionada de recoger en mi camino, unas cuantas piedras
terrosas del río para escribir en el pizarrón. Uno de esos días, la lluvia
arreciaba sin intenciones de escampar. Los demás chicos fueron saliendo para
sus casas. Unos guarecidos con plásticos y otros chapoteando el agua de los encharcamientos.
El maestro Montoya, en cambio, no se atrevía a salir. Ahí estaba parado con su
traje impecable, entretenido en ver caer la lluvia. Le ofrecí mi plástico
prestado y después de esgrimir mil disculpas, acabó por mostrarme su gran
secreto. Levantó los zapatos para dejar ver los rotos en las suelas,
disimulados con un cartón incapaz de impedir el naufragio de los calcetines.
Entonces me contó su precaria situación. Sumaba tres meses sin recibir su salario
y aunque comida no le faltaba, la ropa era tejida una y otra vez para disfrazar
la miseria.
Cuando
empezó la cosecha de café, se acabó el año lectivo y el estudio para mí. Ya
tenía la educación suficiente para una mujer en aquella época. Había aprendido
el arte de la cocina, sabía zurcir la ropa roída de tanto usarla y sabía hacer croché.
Estaba preparada para servirle a quien me desposara en el futuro. La mayor
dificultad la encontraba cuando armaba las arepas delgadas. En eso mi madre
tenía más pericia. Las iba girando y abriendo con sus dedos. La masa formaba
una tela casi transparente, redonda como la luna. Entonces la descargaba sobre
la parrilla puesta al calor en la boca del fogón de leña. Allí las asaba a la brasa.
Al rato la volteaba y luego la bajaba, tostada como bizcochuelo. Con la punta
de un cuchillo la frotaba para quitar el tizne.
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