EL SEÑOR DEL ORO
Entre los Muertos
— ¡Salga Jota Treliz que nos vamos!
Me oí extraño, ante mi tumba, llamándome a mí mismo, o a lo
que quedaba de mí entre los vivos. Lo hice justo cuando la manecilla del
minutero rayó las doce de la noche. Aunque sabía qué seguía, no pude evitar la
expectación. No podía evitar esa emoción previa a la gran salida del jinete. El
cementerio se silencio en pleno. El canto de grillos desapareció. El frío de la
noche se intensificó. El aire olía a terror y miedo. Sentí un leve temblor en
la tierra bajo mis pies. El escalofrío se regó por todo mi cuerpo, de pies a
cabeza. La agitación de la tierra alrededor de la tumba fue en aumento. El
terremoto local creció en intensidad hasta cuartear el concreto de la tumba y
un gran bramido brotó de sus entrañas, estremeciendo a la media noche oscura y
silenciosa. El escalofriante sonido se regó por todo el cementerio, despertando
a los muertos, quienes a esa hora trataban de conciliar el sueño, esquivo por
el desvelo de sus pecados.
“Salga Jota Treliz que nos vamos”, era el abracadabra para
comenzar la gran aventura de encontrar el tesoro enterrado de Jota Treliz, un
hombre inmensamente rico, eso fui alguna vez en vida. Decidí enterrar mi
fortuna cuando la paranoia se apoderó de mi cordura y sentía a todo quien se
acercaba a mí, quería robarme. Me metí en largas lecturas y estudios de magia
negra para ponerle cerrojos sobrenaturales a mis riquezas y evitar a cualquier
vivo pudiera siquiera acercarse a ella. Emprendí largos viajes por la geografía
de mi país buscando a los magos más renombrados con la avidez de aprender de
ellos los grandes secretos. Quería aprender de ellos a ocultar mis propiedades
de la avariciosa mirada de mis congéneres. Aprendí más de cuanto necesitaba y
terminé esclavizándome de mi propio invento. Oculté muy bien mi riqueza y se
volvió esquiva hasta de mí. Hoy puedo decir sin rubor, fue una gran
equivocación y aquí estoy tratando de enmendar mi error. En esta noche sin
estrellas y llena de nubes para hacer más profundo el negro envolvente de este
cementerio, a todo mi ser. Es la noche profunda de mi existencia y parece más
oscura ahora cuando sé qué es estar en el mundo de los muertos.
El miedo como escalofrío en la piel, se volvió espasmo
febril de la carne por todo el cuerpo, cuando el caballo asomó su negra cabeza
por entre la cuarteada lápida. Tirité como enfermo en los últimos estertores de
la vida. Me sorprendí de volver a sentir aquellas sensaciones después de tantos
años de muerto. Pero aquella aparición era escabrosa hasta para el más muerto
de los muertos. Varios relámpagos azules se elevaron de la tumba al cielo para
anunciar al fantasma brotado de la muerte misma. Lo sabía, era mi propia
aparición, pero era difícil no sentirla como algo ajeno a mí, en cualquier
momento podía volverse contra mí y dejarme tendido en el piso. Después del
caballo sacar la negra cabeza, casi al instante apareció la del jinete. Esta,
en contraste, era totalmente blanca, con el blanco del hueso sin carne, sin
piel. Creerán ustedes, soy un muerto muy cobarde, pero sí, quise salir
corriendo de físico miedo, a pesar de estarlo viendo desde atrás. Decían,
aquello se lo debía ver por la espalda, de frente nadie aguantaba.
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