EL ABOGADO DEL PRESIDENTE
—Por el bien del país, Rumorosa Siete debe ser fusilada.
El abogado miró desconcertado a sus compañeros de mesa, al
escuchar las crudas palabras del presidente. Le escandalizaba la palabra
“fusilar”. Podría haber sido “silenciar” para dejar la ambigüedad del lenguaje
flotando en los oídos de los presentes. Quizá “desaparecer” para significar lo
molesto de los comentarios de la escritora. Tal vez “sacar de circulación” para
desaprobar las opiniones de la mujer, no a la persona. Pero era la palabra
“fusilar”. Hablaba como si allí no estuvieran reunidos los consejeros íntimos
del presidente, sino una corte marcial. Como si ellos decidieran quién vive o
muere, con un simple señalar del dedo índice. Estaban siendo vistos como un
puñado de personas para satisfacer los caprichos del jefe sin condiciones.
Después de comprobar la mirada petrificada de los presentes,
al abogado se le ocurrió pensar, había una razón para sentirse optimista. A
pesar del lenguaje de dictador, respirado últimamente en aquella sala, algo
había mejorado. Comprendió, el país estaba avanzando en sus procesos
democráticos, aunque no pareciera. Hacía apenas unos meses, aquello ni siquiera
se habría ventilado en aquella sala. Los presentes allí, simplemente se habrían
enterado en las noticias. Rumorosa Siete, había sido asesinada en cualquier
recóndito lugar de la patria. Todavía se buscaba a los responsables del hecho,
dirían las noticias. Ahora por lo menos, el presidente compartía sus oscuros
pensamientos con su equipo personal de asesores. En la sala de juntas solo
estaban los funcionarios a quienes consideraba amigos fieles. Personas en quienes
podía confiar hasta en los tiempos más difíciles de la política pública. Les
había compartido la idea. Ésta le estaba carcomiendo el seso. Revelarla, era un
signo de algo. Él todavía albergaba una ligera posibilidad de obrar diferente. Quizá
las cosas se podían hacer distintas. El abogado intuyó en aquel acto, otra
intención del mandatario. En el fondo ni él mismo quería “fusilar” a la mujer. Le
provocaba muchos disgustos con sus escritos. A pesar de todo, había sido capaz
de contenerse. No dio la orden de matarla sin más. Prefirió esperar para ver
qué pensaban sus amigos íntimos en el gobierno.
El presidente Baldomero Milicia tenía nombre de persona
bautizada por un general de cinco soles, no por un sacerdote. Desde pequeño
parecía signado para regir su vida por el código castrense. No había prestado
el servicio militar obligatorio pero actuaba y pensaba como militar. Pensaba, el
país necesitaba soluciones. Debían imponerse con mano firme. La democracia solo
era un manto para cubrir la mesa. Debía ocultar cuanto ocurría debajo de ella. Servía
para esconder el contenido de sus cajones. Para él, el derecho le daba una
apariencia conveniente a los hechos sangrientos. Estos eran necesarios para
conservar el orden. Solo se necesitaba eso, una apariencia para mantener los
ánimos calmados. Los actos de estado podían ser tan crueles como se quisiera,
pero nunca se podía descorrer la cortina democrática. Ésta les daba existencia
legal tras bambalinas.
El presidente estaba sentado a la cabeza de la mesa de
reuniones. Estaba bastante descompuesto. No podía ocultar el malestar. Los
escritos de la mujer lo exacerbaban. Firmaba sus artículos como Rumorosa Siete.
Seguía expectante ante cualquier pregunta o comentario de los presentes. Se
removió impaciente en su asiento. No quería aquellas miradas congeladas
dirigidas hacia él. Quería bocas balbucientes. Bocas llenas de opiniones. Palabras
de entusiasmo para impulsar la solución. Se debía neutralizar a los enemigos de
la patria.
Los miembros del equipo
asesor para los asuntos de Estado, seguían sentados ante la gran mesa de forma
ovoide, sin salir de la sorpresa. Pensaban, aquel sería un fin de semana
tranquilo y placentero. Esperaban, aquella reunión fuera para darles la
bienvenida a la finca del presidente e invitarlos a disfrutar del merecido
descanso. Pero en vez de ello, resultaban involucrados en la consumación de un
delito. Ahora eran cómplices por escuchar lo inesperado. No se atrevían a
articular palabra alguna. Cualquier cosa dicha en aquel momento, podía
exponerlos de un modo u otro.
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