domingo, 17 de julio de 2016

Extractos de Lucamo 1





DESCUBRIMIENTO DE LA VIDA

Quién vuela, quién va y quién vuelve, no se sabe. Mírame, muy entera todavía. A mis años sigo aquí. Unos me creen cuarentona, otros cincuentona y para otros supero los sesenta años, pero lo más importante de todo, no tengo miedo de contar aquella historia vivida por experiencia propia, como sí lo tendría si fuera joven, o como lo sintieron aquellas a quienes chamuscaron en Salem. Sobra advertir algo evidente. En nuestra historia, las palabras han sido la existencia de las cosas. Solo existe algo si se puede nombrar. Quienes ven la realidad demasiado pesada o no la pueden comprender, acaban por denominar fantasía o mito a todo cuanto supera sus conocimientos comprobables.

Para ese tiempo, en Tierra Libre, las cosas no eran como hoy. No había radio y mucho menos televisión. El cine existía pero nosotros no sabíamos. En cambio, los periódicos los vendían en el pueblo, pero como si no existieran. La mayoría no sabíamos leer. Aprendí solo a deletrear. Asistí a la escuela durante un año. Debía caminar una hora en las mañanas para llegar hasta la casa de bahareque, donde siempre faltaba en qué sentarse, además de las tizas. Yo era la comisionada de recoger en mi camino, unas cuantas piedras terrosas del río para escribir en el pizarrón. Uno de esos días, la lluvia arreciaba sin intenciones de escampar. Los demás chicos fueron saliendo para sus casas. Unos guarecidos con plásticos y otros chapoteando el agua de los encharcamientos. El maestro Montoya, en cambio, no se atrevía a salir. Ahí estaba parado con su traje impecable, entretenido en ver caer la lluvia. Le ofrecí mi plástico prestado y después de esgrimir mil disculpas, acabó por mostrarme su gran secreto. Levantó los zapatos para dejar ver los rotos en las suelas, disimulados con un cartón incapaz de impedir el naufragio de los calcetines. Entonces me contó su precaria situación. Sumaba tres meses sin recibir su salario y aunque comida no le faltaba, la ropa era tejida una y otra vez para disfrazar la miseria. 

Cuando empezó la cosecha de café, se acabó el año lectivo y el estudio para mí. Ya tenía la educación suficiente para una mujer en aquella época. Había aprendido el arte de la cocina, sabía zurcir la ropa roída de tanto usarla y sabía hacer croché. Estaba preparada para servirle a quien me desposara en el futuro. La mayor dificultad la encontraba cuando armaba las arepas delgadas. En eso mi madre tenía más pericia. Las iba girando y abriendo con sus dedos. La masa formaba una tela casi transparente, redonda como la luna. Entonces la descargaba sobre la parrilla puesta al calor en la boca del fogón de leña. Allí las asaba a la brasa. Al rato la volteaba y luego la bajaba, tostada como bizcochuelo. Con la punta de un cuchillo la frotaba para quitar el tizne.


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